La madrugada se cernía sobre el barrio Los Paraísos de Córdoba como un manto de silencio cómplice. En la penumbra, figuras sigilosas se movían con destreza entre las sombras del taller mecánico de Mariano Márquez, ubicado en la calle Gómez Pereyra al 2700. No eran mecánicos trabajando horas extras, sino delincuentes tejiendo una trama de audacia y precisión que dejaría a su paso un vacío desolador y una estela de indignación.
El silencio de la mañana
El lunes por la mañana, el hijo de Mariano llegó al taller, listo para comenzar la jornada laboral. Pero lo que encontró lo paralizó: los portones, antes imponentes guardianes de las herramientas y los vehículos en reparación, yacían vencidos, sus candados burlados con una facilidad que helaba la sangre. Los bulones de seguridad, arrancados con un simple destornillador abandonado en la escena, parecían burlarse de la confianza depositada en ellos. Otras medidas de seguridad, cortadas con una trincheta, contaban la historia de una violación brutal.
El corazón de Mariano se desplomó al recibir la noticia. No eran solo vehículos los que habían sido robados, era una parte de su vida, de su esfuerzo, de su sustento. Una camioneta Toyota Hilux, símbolo de trabajo incansable; un Fiat Cronos, promesa de movilidad y progreso; una imponente Mercedes Benz ML270, reflejo de aspiraciones alcanzadas; y un Volkswagen Vento, con su caja automática en reparación, testimonio de la lucha constante por seguir adelante.
La impotencia ante la impunidad
La denuncia policial fue radicada, pero las palabras de los oficiales resonaban huecas ante el vacío del taller. “Nadie vio nada”, repetían los vecinos, con la mirada esquiva y el silencio cómplice de quienes prefieren no involucrarse. La impotencia se apoderaba de Mariano, ¿cómo era posible que en una comunidad, un acto tan audaz pasara desapercibido? ¿Dónde estaba la solidaridad, la vigilancia colectiva que debería protegerlos?
La ironía mordía con saña: dos vehículos, más accesibles, más fáciles de robar, habían sido ignorados por los delincuentes. ¿Un mensaje? ¿Una burla? Las preguntas sin respuesta se acumulaban como los restos de metal retorcido en el taller, una metáfora del futuro incierto que se abría ante Mariano.
“Teníamos seguro contra todo, pero ahora cada vehículo tiene que tener el suyo propio”, confesó Mariano con la voz quebrada.
El seguro, un resguardo económico, no podía reparar la herida abierta en la confianza, en la sensación de seguridad, en la fe en la comunidad. El taller, antes un espacio de trabajo y creación, se había transformado en un escenario del delito, un monumento a la impunidad.
El eco del silencio en la ciudad
El robo en el taller de Mariano no es un hecho aislado. Es el reflejo de una realidad que golpea a Córdoba con la fuerza de un martillo neumático: la inseguridad rampante, la falta de recursos para combatir el delito, la desidia de una sociedad anestesiada por la violencia. Cada portón forzado, cada candado roto, cada vehículo robado, es una grieta que se abre en el tejido social, una herida que supura la desconfianza y el miedo.
La historia de Mariano es la historia de muchos, un grito silencioso ahogado en la vorágine de la ciudad. Es un llamado a la reflexión, a la acción, a la solidaridad. Es un recordatorio de que la seguridad no es un privilegio, sino un derecho que debe ser garantizado a todos.