¡BOOM! ¡PUM! ¡PUM! Los disparos resonaron en la pasarela del vuelo 924 de American Airlines como una macabra sinfonía de la paranoia post-11S. Rigoberto Alpízar, un costarricense con bipolaridad que olvidó su medicación, corría desesperado por el pasillo, gritando que necesitaba bajar del avión. Su esposa, Anne Buechner, lo seguía de cerca, suplicando a la tripulación: “¡Está enfermo! ¡No tomó sus pastillas!”. Pero las súplicas fueron en vano. Ante la mirada atónita de los pasajeros, dos agentes de la TSA abrieron fuego, acribillando a Alpízar como si fuera un terrorista de Al Qaeda.
¿Un terrorista? ¡Por favor! Alpízar acababa de pasar por los controles de seguridad más exhaustivos del mundo, implementados después del trauma del 11S. ¿Cómo demonios iba a tener una bomba? La versión oficial, que Alpízar gritó “¡Tengo una bomba!” antes de ser abatido, se desmorona como un castillo de naipes ante el testimonio de los pasajeros. Nadie, absolutamente nadie, escuchó esas palabras. Solo el grito desesperado de un hombre enfermo y la súplica angustiada de su esposa.
¿Seguridad o paranoia? El show del terror en los aeropuertos
Este incidente, ocurrido el 7 de diciembre de 2005, no fue un simple error. Fue la consecuencia directa de una cultura del miedo instaurada tras el 11S, donde cualquier comportamiento “sospechoso” se convierte en una amenaza terrorista. Los aeropuertos, antes lugares de tránsito, se transformaron en escenarios de un teatro del absurdo, donde los pasajeros son tratados como potenciales criminales y sometidos a humillaciones y vejaciones en nombre de la “seguridad”.
Descalzarse, vaciar los bolsillos, pasar por escáneres corporales… El ritual de la seguridad aeroportuaria se ha convertido en un circo de la paranoia, donde la privacidad y la dignidad son sacrificadas en el altar del miedo. Y lo peor de todo es que, como demostró el caso de Alpízar, estas medidas no garantizan la seguridad. De hecho, pueden ser contraproducentes, al generar un clima de tensión y desconfianza que puede desencadenar tragedias como la del vuelo 924.
El caso de Alpízar es un ejemplo extremo, pero no aislado. Diariamente, miles de pasajeros son sometidos a interrogatorios invasivos, registros corporales humillantes y confiscación de objetos inofensivos. La TSA, convertida en una especie de Gestapo aeroportuaria, opera con impunidad, amparada en la excusa de la “guerra contra el terror”.
Rigoberto Alpízar: ¿víctima del terrorismo o de la paranoia?
Alpízar no era un terrorista. Era un hombre enfermo, con una condición mental que lo hacía vulnerable. Su comportamiento errático, lejos de ser una amenaza, era un grito de auxilio. Pero en el clima de paranoia post-11S, la enfermedad mental se confunde con el terrorismo, y la compasión se evapora como el agua en el desierto.
¿Qué hubiera pasado si en lugar de disparar, los agentes de la TSA hubieran intentado calmar a Alpízar? ¿Qué hubiera pasado si hubieran escuchado las súplicas de su esposa? Nunca lo sabremos. Lo que sí sabemos es que la muerte de Alpízar fue una tragedia evitable, un crimen cometido en nombre de una seguridad mal entendida.
El informe oficial, que exoneró a los agentes de la TSA, es una farsa. Un insulto a la inteligencia y a la memoria de Alpízar. ¿Cómo pueden justificar el uso de la fuerza letal contra un hombre desarmado que no representaba una amenaza real? La respuesta es simple: no pueden. La muerte de Alpízar fue un asesinato a sangre fría, un ejemplo brutal de los excesos cometidos en nombre de la seguridad.
¿Hasta cuándo seguiremos viviendo con miedo?
La tragedia de Alpízar nos obliga a reflexionar sobre el precio que estamos dispuestos a pagar por la “seguridad”. ¿Vale la pena sacrificar nuestra libertad, nuestra dignidad y nuestra humanidad en el altar del miedo? ¿Debemos seguir viviendo en un estado de paranoia permanente, donde cualquier persona diferente es vista como una amenaza?
Es hora de replantear las estrategias de seguridad, de apostar por la inteligencia y la prevención en lugar de la represión y la violencia. Es hora de dejar de tratar a los pasajeros como potenciales terroristas y empezar a verlos como seres humanos con derechos. La muerte de Rigoberto Alpízar no debe quedar impune. Su memoria debe servir como un recordatorio constante de los peligros de la paranoia y la necesidad de una seguridad más humana y efectiva.