El humo, acre y denso, se elevaba desde las vías del tren como un espectro oscuro contra el cielo plomizo del amanecer. No era el humo de una fogata casual, sino el residuo de una barbarie que heló la sangre de Villa Albertina. Entre los desechos carbonizados, yacían los restos fragmentados de Candela Magalí Milagros Azoya, una adolescente de 17 años que se había desvanecido en la tarde del miércoles, dejando tras de sí un vacío insondable y una estela de preguntas sin respuesta.
La noticia, como una onda expansiva, recorrió las calles del barrio, transformando el murmullo cotidiano en un silencio denso, preñado de incredulidad y horror. La promesa de una tarde de compras, de unas zapatillas nuevas que adornarían los pies ágiles de Candela, se había convertido en una pesadilla grotesca. El sueño, truncado por la violencia sin sentido que se ensaña con los más vulnerables, dejando a su paso un paisaje desolado de dolor y desesperanza.
La búsqueda desesperada y el hallazgo macabro
Desde el miércoles 28, la angustia carcomía el alma de la madre de Candela. Su hija, con la vitalidad propia de la adolescencia, había salido de casa con la simple intención de comprar zapatillas en la Plaza Santa Marta. Las horas se convirtieron en días, y la incertidumbre se transformó en un tormento insoportable. La denuncia por desaparición, radicada en la comisaría de Ingeniero Budge, activó una búsqueda frenética que culminó con el peor de los escenarios.
Un llamado anónimo al 911 alertó sobre la presencia de restos humanos calcinados cerca del cruce de la calle Facundo Quiroga y las vías del Ferrocarril Roca. El horror se materializó ante los ojos de los oficiales: un pie, una cabeza, fragmentos de un cuerpo joven consumido por las llamas. Las prendas de vestir, reconocibles entre las cenizas, confirmaron la terrible verdad: Candela había sido encontrada, pero no como su familia esperaba.
Las sombras del narcotráfico
La investigación, a cargo de la Dirección de Investigaciones de Lomas de Zamora y la fiscal Carla Furingo, rápidamente se orientó hacia un posible ajuste de cuentas narco. Los indicios, como piezas de un rompecabezas siniestro, comenzaron a encajar. La zona del hallazgo, conocida por la presencia de bunkers de droga; los antecedentes familiares de Candela, marcados por la violencia y el narcotráfico; y la última conversación de WhatsApp de la joven, en la que consultaba por unas zapatillas para hombre a una vendedora online, apuntaban hacia un trasfondo turbio y peligroso.
La aprehensión del primo de Candela, Carlos, y el allanamiento a un presunto búnker narco en Ingeniero Budge, reforzaron la hipótesis. La sombra del narcotráfico, con su carga de violencia y muerte, se cernía sobre el caso, oscureciendo aún más el panorama. Dos sospechosos, presuntos líderes de la banda narco, se encuentran prófugos, mientras la policía intensifica la búsqueda.
Un grito silencioso contra la violencia
El asesinato de Candela Azoya no es un hecho aislado. Es un síntoma de una sociedad enferma por la violencia, donde la vida humana se convierte en moneda de cambio en las transacciones oscuras del narcotráfico. La brutalidad del crimen, la saña con la que se ensañaron con una adolescente, clama por justicia y exige una reflexión profunda sobre las raíces de la violencia que corroe nuestro tejido social.
La indignación, el dolor y la impotencia se mezclan en un grito silencioso que exige respuestas. ¿Cómo es posible que una joven con toda una vida por delante sea víctima de semejante barbarie? ¿Hasta cuándo el narcotráfico seguirá sembrando muerte y destrucción en nuestras comunidades? El caso de Candela nos interpela como sociedad, nos obliga a mirar de frente la oscuridad que nos acecha y a exigir medidas concretas para combatirla.
Mientras la investigación continúa, buscando esclarecer los hechos y llevar a los responsables ante la justicia, el recuerdo de Candela se convierte en un símbolo, en una llama que se niega a apagarse en medio de la noche. Su nombre, sus sueños truncados, nos recuerdan la fragilidad de la vida y la urgencia de construir un futuro donde la violencia no sea la norma, sino la excepción. Un futuro donde las zapatillas nuevas sean sinónimo de alegría, y no de una despedida brutal e injusta.