El tiempo, ese río implacable que todo lo arrastra, deja tras de sí un rastro de recuerdos, algunos nítidos como fotografías recientes, otros difuminados como viejas postales en sepia. En un encuentro casual con una amiga de la infancia, me sumergí en la corriente de la memoria, reviviendo momentos compartidos que ahora, vistos desde la distancia, adquieren una nueva dimensión, una melancolía dulce y un tanto agridulce.
El reencuentro y la fragilidad de los recuerdos compartidos
El reencuentro no fue el esperado. Con mi amiga, la nostalgia no era la misma. Para ella, los recuerdos de la infancia parecían un lastre, una nostalgia “malsana”, como ella misma lo definió. Para mí, en cambio, cada recuerdo rescatado, cada rostro del pasado que vuelve a la memoria, es un tesoro, un fragmento valioso de mi historia personal que enriquece mi presente.
Intentamos reconstruir nuestros juegos de niñxs, las confidencias compartidas al amparo de la tarde, las primeras decepciones amorosas, pero parecía que algo se había perdido en el transcurrir del tiempo, una conexión que ya no se podía recuperar completamente. Quizás la vida adulta, con sus exigencias y responsabilidades, nos había obligado a racionalizar, a dejar atrás ciertas partes de nosotrxs mismxs, esa esencia infantil que habita en lo profundo de nuestro ser. Me pregunté, ¿habrá pagado un precio demasiado alto por esa “racionalidad”?
Cabana, un lugar de recuerdos
Durante mi estancia en Córdoba, le propuse a mi amiga que fuéramos juntas a Cabana, ese lugar emblemático de mi niñez, un pedacito de mi alma anclado en un paisaje agreste y cautivante. Pero la propuesta fue recibida con indiferencia, incluso con rechazo. Su visión de Cabana no coincidía con la mía. Para mí, Cabana era sinónimo de paz, de conexión con la naturaleza, de recuerdos felices. Mientras que para mi amiga, se trataba solo de una nostalgia que no deseaba revivir. Había una diferencia abismal entre las visiones de nuestro pasado.
Este contraste me hizo reflexionar sobre la naturaleza misma de los recuerdos y la manera en que cada persona los percibe y los procesa. Para mí, el pasado no es un peso, sino una riqueza. A pesar de las dificultades, de las pérdidas, de los momentos oscuros, la vida me ha recompensado, me ha traído a mis hijos, nueras, nietos, biznietos, amigos inesperados; incluso algunas de las casas que mi padre construyó con sus propias manos ahora están habitadas por mis seres queridos, un legado de amor y trabajo que se extiende a través de generaciones. Esto hace que pueda mirar el pasado con tranquilidad, sin reproches ni resentimientos.
Las hermanas inglesas y el retrato en sepia
Mis recuerdos de Cabana no solo incluyen mi infancia, sino también la presencia de personas que marcaron mi vida de alguna manera, y quienes añadieron un toque de singularidad a mi universo infantil. Recuerdo dos hermanas inglesas que vivían en una casita cercana, en la década del 50. Eran personajes fascinantes que emergían de un tiempo que ya no existe más. Una, llamada Nora, se distinguía por su elegancia, vestimenta impecable, y una misteriosa historia de amor truncada por la guerra, que la envolvía en un halo de tristeza y romanticismo. La otra, a quien creía llamarse Margaret, era un contraste total: enérgica, pragmática, conectada con la naturaleza. Trabajaba en el jardín, con sus borceguíes y su sombrero de paja medio roto.
En su casa, había un elemento que siempre me fascinó: un retrato en sepia de un joven oficial, de uniforme, que observaba desde la repisa de la chimenea. Era la imagen de un amor perdido, un romance que nunca llegó a completarse. Su mirada segura, displicente, parecía desafiar a la muerte misma. Era un misterio que, por entonces, me fascinaba. Me preguntaba quién era y por qué se encontraba allí, rodeado por otras fotos, evocando una vida en medio de la quietud que nos ofrecía la simple presencia de las hermanas inglesas.
El misterio de las hermanas y la flor peligrosa
Nora servía el té, Margaret preparaba los deliciosos scons. Mientras que Nora se perdía en las páginas de sus libros, Margaret encontraba refugio en la tierra del jardín, cuidando sus flores, cultivando una conexión particular con la naturaleza que se tornaba mística a la vista de quien la observaba desde la ventana. Recuerdo que Margaret se jactaba de tener una planta peligrosa en su jardín, una enredadera con flores blancas, tan tenues como el tejido de una gasa. Incluso nos contaba una fantástica historia de cómo casi muere a causa de sus efluvios al descuidar la precaución de mantener la ventana bien cerrada.
Lo sorprendente es que, tras el paso del tiempo, y con la desaparición de la casita original de las hermanas inglesas, esta enredadera fantasmagórica sigue creciendo en el jardín, una especie de testigo silencioso de un pasado que persiste en el tiempo, insinuando la permanencia de la memoria. Ahora, el jardín de la casa es propiedad de una amiga, una conexión que se ha generado con el paso del tiempo y se alimenta de la nostalgia por el pasado compartido.
El desvanecimiento de la memoria y la nostalgia
¿Qué fue de esas hermanas? ¿Regresaron a Inglaterra? ¿Se quedaron en Argentina? No lo sé. Con el transcurrir de los años, se han ido desvaneciendo de mi memoria, tal como tantas personas, tantos hechos, alegrías y dolores, se pierden en el fluir del tiempo. Su recuerdo se ha convertido en un dejo de relato de suspenso, algo que puedo ver, sentir, pero no alcanzar completamente. Es como intentar recordar un sueño, borroso e indefinido.
La memoria es selectiva, caprichosa. Algunos recuerdos permanecen vívidos, otros se desvanecen, dejando tras de sí tan sólo un vacío, un espacio donde alguna vez hubo una experiencia, un sentimiento. Esta es una de las razones por la que la nostalgia es a veces tan dolorosa, tan evocativa, tan nostálgica. Es el recordatorio inevitable de nuestra propia mortalidad, de lo efímero del tiempo, de la fragilidad de la existencia. Como un reflejo del retrato en sepia del joven oficial, la vida se nos escapa, sin remedio, como arena entre nuestros dedos. Lo único que queda es el rastro que dejamos en el mundo y el legado intangible de nuestros recuerdos.
Reflexiones finales: un legado en sepia
Cada vez que visito a mi amiga y observo la repisa de la chimenea en su casa, el recuerdo de aquel retrato en sepia regresa a mi memoria. No es sólo la imagen de un joven que murió joven, sino un símbolo de la fugacidad del tiempo, de la memoria que se desvanece, y de la importancia de valorar cada instante, cada conexión humana, cada recuerdo. Las hermanas inglesas y su legado, representado en esa enigmática enredadera, se han transformado en un símbolo de lo que queda después de que las personas se han ido. Un legado en sepia. Y aunque el tiempo borra los detalles, las huellas más profundas dejan su marca en la esencia de la nostalgia.
El presente, con sus alegrías y desafíos, me ofrece una visión enriquecida de la vida. En mi presente estoy tranquila, en paz con mi pasado y con un futuro incierto que abrazo con esperanza.